Supliquemos la paz
Vamos a comenzar el tiempo de Cuaresma. Con el rito de recibir la ceniza sobre nuestras cabezas expresamos nuestro deseo de convertirnos, de cambiar de vida, de iniciar un nuevo camino con la certeza de que el Señor va a acompañarnos y a recorrer este camino con nosotros. No se trata de repetir otra Cuaresma más, sin que nada cambie en nuestra vida. Se trata de ponernos al trabajo de ascesis que puede cambiar nuestro corazón. El Señor desea perdonarnos y nos dice a cada uno “yo quiero que vivas, quiero siempre solo tu bien”.
La Cuaresma es un tiempo favorable para la renovación personal y, bien vivida, siempre produce frutos generosos en nuestra vida. Por eso el Papa titula su mensaje de Cuaresma de este año: «No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a).
La Cuaresma es un tiempo favorable, pero también lo es toda nuestra existencia terrena. Con demasiada frecuencia prevalecen en nuestra vida la soberbia, el deseo de tener, de acumular y de consumir. La Cuaresma nos invita a la conversión, a cambiar de mentalidad, para que la verdad y la belleza de nuestra vida no radiquen tanto en el poseer cuanto en el dar, no estén tanto en el acumular cuanto en sembrar el bien y compartir, nos dice el Papa en su mensaje.
La primera cosecha, el primer fruto del bien que sembramos se produce en nosotros mismos y en nuestras relaciones cotidianas, incluso en los más pequeños gestos de bondad. En Dios no se pierde ningún acto de amor, por más pequeño que sea, aunque la siega verdadera es la del último día, el fruto de la vida eterna. La resurrección de Cristo anima las pequeñas esperanzas terrenas con la «gran esperanza» de la vida eterna e introduce ya en el tiempo presente la semilla de la salvación (cf. BENEDICTO XVI, Spe salvi, 3; 7).
Por eso el Papa nos invita a no cansarnos de orar. Necesitamos orar porque necesitamos a Dios. Pensar que nos bastamos a nosotros mismos es una ilusión peligrosa. Con la pandemia hemos palpado nuestra fragilidad personal y social. Nadie se salva sin Dios. La fe no es un atajo, no nos exime de las fatigas y las tribulaciones de la vida presente, pero nos permite afrontarlas con la potencia que da vivirlas unidos a Cristo.
Que el ayuno corporal que la Iglesia nos pide en Cuaresma fortalezca nuestro espíritu para la lucha contra el pecado. Dios nunca se cansa de perdonar. Practiquemos la limosna, dando con alegría. Dios nos proporciona a cada uno no sólo lo que necesitamos para subsistir, sino también para que podamos ser generosos en el hacer el bien a los demás. Aprovechemos especialmente esta Cuaresma para cuidar a quienes tenemos cerca, a los hermanos que están heridos en el camino de la vida, de modo especial a quienes son discriminados y marginados.
Los últimos días vivimos con el corazón encogido ante las imágenes de la invasión de Ucrania por las fuerzas militares rusas. La Cuaresma nos invita a creer en la posibilidad de la fraternidad humana. Estos tiempos nos abren a la súplica por la paz, como nos ha pedido el Papa, con el ayuno y la oración; abrirnos al sueño de la fraternidad, que genera comunidad de vida. Nuestra tarea personal y social es la construcción de la vida comunitaria, de la fraternidad, de la amistad social. El bien, el amor, la justicia, la solidaridad y la paz no se alcanzan de una vez para siempre; han de ser conquistados cada día. Por tanto, pidamos a Dios el don de la Paz al tiempo que trabajamos por construirla. Con el afecto y bendición de vuestro obispo.